En la última década, hemos sido testigos de un importante avance y consolidación de los sistemas democráticos en diversas partes del mundo (Europa Central y Oriental, ex Unión Soviética, América Latina, entre otros). Por primera vez en la historia, la democracia se ha comenzado a considerar, al menos en términos formales, como un concepto universalmente válido. Sin embargo, a pesar de este progreso, se vislumbra un preocupante y acelerado deterioro en el funcionamiento de la mayoría de los sistemas democráticos ya establecidos, lo cual se traduce en una pérdida de confianza en las virtudes y beneficios de la democracia.

Existe una marcada contradicción entre la aparente fortaleza externa de la democracia y la debilidad interna de muchos de estos sistemas. Actualmente, los principales desafíos a la democracia no provienen tanto desde el exterior como de su propia estructura y funcionamiento interno. La atonía actual de los sistemas democráticos ha generado un peligroso determinismo fatalista. Se acepta la democracia no por sus virtudes intrínsecas, sino por los defectos de otros sistemas. En este momento, no estamos viviendo la democracia, simplemente la estamos padeciendo.

La principal razón de esta situación radica en que los sistemas democráticos actuales rechazan de manera absoluta la búsqueda de una utopía democrática. La democracia no es simplemente un método para resolver conflictos, sino una realidad viva y dinámica que surge de la tensión dialéctica entre sus hechos y sus valores. Una democracia carente de valores, objetivos y utopía, a la deriva y vulnerable, no puede generar los mecanismos necesarios para su propia transformación.