Estamos viviendo un momento de cambios drásticos en los ámbitos político, económico, tecnológico, social y migratorio. Se requiere una verdadera determinación política para abordar de manera racional estos cambios y llevarlos a una solución concreta, lejos de la ficción y el narcisismo dañino que propone Donald Trump. Es fundamental abordar los problemas reales que persisten en la sociedad internacional, como la desigualdad, la impunidad, la corrupción, la falta de respeto a los derechos humanos, la falta de transparencia, la incertidumbre, la inestabilidad, la ausencia de Estado de derecho, el deterioro de las normas de convivencia social, y la carencia de reformas económicas, políticas y sociales profundas. La fortaleza de los países radica en abordar estas tareas pendientes y ganar respeto para que también lo sean fuera de sus fronteras. La historia nos enseña que «quien tiene el poder no suele querer compartirlo ni mucho menos perderlo. Pero hay una distinción clara entre lo deseado y lo posible». Sin embargo, en la actualidad, el desafío que enfrentan Trump y Estados Unidos en el siglo XXI es si son una potencia dominante o líder. Son conceptos diferentes. Quien domina suele establecer las reglas del juego, pero EE.UU. debe negociar estas reglas con otros actores internacionales y aceptar las propuestas que se les presenten. Es evidente que a Trump no le preocupa ni comprende las consecuencias de sus decisiones y su impacto a nivel nacional e internacional. Tarde o temprano, diversos sectores políticos internos y externos percibirán las consecuencias a un precio, ya que la resistencia política surgirá desde el interior del país, dentro de organizaciones internacionales y por parte de otras naciones. Se está escribiendo un nuevo capítulo en la historia, cuyo desarrollo es incierto, pero está claro que no hay un único protagonista, sino varios. Con Trump a la cabeza, EE.UU. se encuentra ante un desafío crucial.